viernes, 25 de julio de 2008

Palabras de despida del Rector al Maestro Villar Borda

Necrología de Luis Villar Borda
Por Fernando Hinestrosa


Nunca llegué a pensar que el Prefacio que venía preparando para la presentación del libro de homenaje al Profesor Luis Villar Borda que el Externado iba a entregarle en octubre próximo al cumplimiento de sus setenta y nueve años de vida, se convertiría en esta nota cronológica.

Dos razones me movieron a solicitar a su familia permitirme cumplir con el deber, para mi inexcusable, de exaltar la figura humana, política y científica de Luis Villar. Setenta años de amistad inalterable, próxima e intensa por largos períodos, los definitivos en la vida, que generó cariño recíproco, respetuoso, fundado en nuestra comunidad de principios y valores, de libertad, de democracia, de igualitarismo, de respeto por la dignidad de la persona. Así nos criamos y el perseverar en esa coincidencia ideológica y emocional nos unió hasta el fin de sus días. Por otra parte, veinte años atrás, en vista que hizo a Bogotá mientras se desempeñaba como Embajador.

Convinimos la edición colombiana por la Universidad de su obra editada en España sobre administración municipal, y que, en cuando se retirara del servicio público, vendría a ocupar la dirección de nuestros departamento académico de Gobierno Municipal, denominado así en recuerdo de la institución federal, base de la autonomía y la participación ciudadana.

En la calidad de amigo, mis recuerdos se remontan a la primaria en el Colegio de Cervantes, donde hicimos juntos la primera comunión, y a los juegos infantiles en compañía de sus primos en lo que fue el Parque de la Independencia. Nos volvimos a encontrar avanzada la carreara de derecho, que él adelantó en la Universidad Nacional y yo en el Externado. Para entonces, fines de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, el asedio del absolutismo y la persecución gubernamental, nos radicalizó y llevó a la resistencia. Nuestra compenetración con los estudiantes del mismo curso de la Nacional y de la Libre fue honda y coordinada. En varias oportunidades escapamos milagrosamente de capturas detectivesca, que nos habría significado andar a “paso de canguro” en los patios del SIC hasta caer exhaustos, para ser encerrados luego de algún calabazo atestado. En 1951 fundamos un periódico estudiantil beligerante, del que alcanzamos a publicar tres números, su nombre “Nueva Hora” nos fue facilitado por su hermano Carlos J, quien tenía el registro legal.

Durante sus estudios universitarios Luis trabajó en un juzgado de instrucción criminal y yo en uno civil municipal. Nuestras respectivas jornadas, eran por consiguiente, apretadas. En la mañana las clases, en la tarde el desempeño laboral, en la noche, el estudio en el café. El ruido, el frío y unos cuantos cafés expresos nos mantenían en vigilia hasta la media noche. Y este ritmo lo respetábamos incluso los domingos, con la sola variación del cine vespertino y la cena con una spaghetatta. En la calle 22 entre carreras 8ª y 9ª encontramos el lugar ideal, el café del amigo Shermann, a donde miembros de la colonia judía iban a jugar cartas a horas nocturnas. Cerrada la puerta, la temperatura, el silencio y la seguridad mejoraban. Cuánto leímos, estudiamos, conversamos juntos, en la fraternidad de contemporáneos idealistas y ansiosos de una formación intelectual sólida.

Luis, luego de graduarse y de incursiones docentes en Bogotá, viajó a Popayán como profesor de tiempo completo, y de ahí partió hacia la DDR a adelantar estudios de pos-grado en filosofía. A su vuelta al país ingresó de lleno al MRL, movimiento liberal que atrajo a intelectuales y profesionales de la mayor valía, seducidos por el mensaje del “Compañero Jefe”: “pasajeros de la Revolución favor pasar a bordo”, luchadores infatigables en la esperanza de una Colombia más abierta e igualitaria. Elegido representante a la Cámara, asumió el estudio y la revisión del proyecto de Reforma Constitucional presentado por el Presidente Carlos Lleras a la consideración del Congreso en el año de 1966. Entonces nos volvimos a encontrar, otra vez coincidentes fervorosos en ideales y pasiones ciudadanas.

A poco, del Congreso pasó a la diplomacia; con decoro y eficiencia fungió como embajador ante el reino de Suecia, para tornar luego a la militancia política en la campaña presidencial de Alfonso López. Vuelto a la Cámara, esta lo eligió y su presidente y allí sobresalió por sus capacidades y conocimientos. Otra vez en la diplomacia, inauguró las relaciones con la República Popular China, y su carrera culminó en la Embajada ante el gobierno de Pankov, experiencia que lo movió a escribir el agudo y agradable libro “El último Embajador”, alusivo a la disolución de la DDR y la implosión del comunismo, que conjuga reflexiones profundas sobre la segunda posguerra, la guerra fría, la implantación y el descrédito de una dictadura inútil, nostalgia de sueños y una reafirmación vigorosa, indeclinable, de su credo democrático.

Entonces se cumplió el acuerdo de su vinculación al Externado, ello hace cerca de veinte años. Puedo afirmar por lo que observé con regocijo, que allí encontró un hogar, fabricó su nido y, me atrevería a agregar, que se sintió realizado, con su entrega plena a las labores académicas: la dirección del Departamento, las cátedras de introducción y filosofía del derecho, la dirección de una preciosa colección de opúsculos contentivos de traducciones de obras importantes de filosofía del derecho y ciencia política, como también de cosecha nacional, que bien pronto alcanzó reputación continental por la seriedad y el rigor de su selección y el primor de su presentación, que recientemente llegó a su volumen número 50, y habrá de continuar en su memoria. Realizó traducción y revisión de obras iusfilosóficas alemanas, como la de Kaufmann, y cometarios sobre las teorías de Hans Kelsen, a cuyo cultivo se consagró con tesón y gran suceso. Elegido miembro del consejo Mundial de Estudiosos de Kelsen, designación que constituyó una gloria suya y una honra para Colombia, contribuyó al esfuerzo monumental de edición de la obra completa del gigante de la filosofía del derecho del siglo XX, publicada recientemente con motivo del centenario de su nacimiento. Otra de sus devociones intelectuales fue Norberto Bobbio, a quien consagró varios trabajos. Nada casual hay en esos empeños y afinidades, demostrativos de su sólida convicción liberal atávica, venida de su antepasado Pablo Emilio Villar, protagonista fundamental en la Guerra Larga, última de nuestro historial de sacrificio en lucha heroica del partido por la libertad, la autonomía regional, la educación, la separación de la iglesia, el Estado y el desarrollo económico. Convicción en la que se ancló definitivamente mediante el ejercicio de estudios prolongados y reflexiones profundas sobre la historia, las ideologías, la ciencia política, el derecho, y a favor de experiencias personales y luchas interiores desgarradoras.

Durante los últimos cuatro lustros de su vida, los más reposados, propios, a más de fructíferos, disfrutó a plenitud del paisaje físico y humano del Externado. No digo que el Externado lo hubiera adoptado y él hubiera aceptado dicha adopción. Fue un encuentro premeditado, deseado logrado. Nuestras gentes menores lo creían genuinamente nuestro, y esa se volvió una convicción general, producto de su temperamento y su comportamiento.

Temprano en las mañanas se le veía llegar bien abrigado, con su boina terciada, dada su aprensión a enfermedad pulmonar, subir las escaleras, instalarse en su oficina, que compartía generosamente con sus auxiliares, y los alumnos que iba formando a su lado, quienes, al igual que los de las clases regulares, en las sucesivas generaciones, lo recuerdan por la bondad de su ser, manifestada en su afabilidad, su generosidad, su espíritu tolerante.

Con regularidad asistía al congreso Anual Internacional de Filosofía del Derecho, en el que participaba con ponencias trabajadas a cincel, con las que ganó el aprecio y la amistad de sus pares. Visitante asiduo de la Universidad Carlos III de Madrid, desde cátedras y seminarios insistía vigorosamente en la tutela de los derechos humanos. De esos otoños europeos sacaba el provecho personal de disfrutar de las artes musicales y escénicas, la visita a librerías, museos, parques, el esparcimiento intelectual y la nostalgia de los años mozos.

Aprendió a vivir solo, a bastarse por sí mismo, a saborear su intimidad. Austero, severo; su sonrisa amplia, cáustica, asomaba para reprochar comportamientos desviados de sus congéneres. Inquieto intelectualmente hasta el final, frecuentaba las presentaciones de libros, las conferencias y los debates vespertinos, pienso que más por complacer a colegas y conocidos que lo invitaban. Fue benévolo, comprensivo de las flaquezas ajenas, salvo frente a la falta de carácter o de honradez. Y supo despreciar la deslealtad de algunos de sus amigos cercanos. No conoció la ambición, menos la envidia o el resentimiento, y por supuesto, la codicia. Su vocación fue servir, en la política, en la diplomacia, en la actividad universitaria.

Superando estoicamente los deterioros de salud que le impedían moverse físicamente con desenvoltura, no por ello mermó la intensidad de su docencia. En los pasillos nos encontrábamos, rutinariamente nos saludábamos y prometíamos reunirnos a evocar el pasado, pero sobre todo a reflexionar sobre el presente y el futuro del país y del tiempo presente. Y algunas veces lo logramos. La última, hace dos semanas, cuando subió a manifestarme su alborozo por mi restablecimiento. Por ello puedo afirmar que, dentro del escepticismo ineludible que infunden los graves conflictos mundiales del presente y el abandono general de la solidaridad, mantuvo indefectible su creencia en un futuro mejor y luchó por él, y en esa fe murió.

Se va rodeado del respeto, la gratitud, el cariño, la admiración de propios extraños, dones que nunca buscó y que obtuvo en abundancia, merced a su honestidad mental y vital.