lunes, 13 de julio de 2009

Pisarello sobre Thomas Paine en el bicentenario de su muerte

Un buen escrito de Gerardo Pisarello sobre los doscientos años de la muerte de Thomas Paine. Tomado de la Revista Virtual Sin Permiso de esta semana. No le hemos pedido permiso a Gerardo para publicar este artículo en el blog, pero se que él eventualmente nos lee y que no tiene problema en que publiquemos esta reseña conmemorativa. Saludos Gerardo.




Un homenaje republicano a la memoria de Tom Paine

Por: Gerardo Pisarello*


“Con sorprendente precocidad para su tiempo, Paine defendió derechos que tardarían siglos en consolidarse y que todavía hoy son reiteradamente vulnerados: la libertad de expresión, de conciencia y de culto; las garantías procesales y penales justas; el derecho de asociación y participación política; los derechos sociales; los derechos de colectivos en situación de vulnerabilidad como las mujeres, los pueblos indios o la población afroamericana; el derecho a la autodeterminación de los pueblos; el derecho a la paz e incluso el derecho de los animales a no recibir tratos crueles innecesarios.”
El pasado mes de junio se cumplió el bicentenario de la muerte del activista inglés Thomas Paine. Agudo polemista, inventor frustrado e infatigable impulsor del republicanismo democrático e internacionalista en el contexto de las grandes revoluciones del siglo XVIII, su figura ha concitado pasiones encontradas. Celebrado por asociaciones populares y organizaciones de trabajadores, ha sido denostado y minimizado por conservadores de toda laya. Este año, la prestigiosa editorial británica de izquierdas, Verso, ha reeditado dos de sus escritos más célebres: Sentido Común (Common Sense) y Derechos del Hombre (Rights of Man), posiblemente el primer alegato moderno a favor de la consagración de derechos humanos civiles, políticos y sociales universales. Al mismo tiempo, un comentarista de Oxford no ha dudado en sostener, al reseñar una reciente biografía escrita por John Keane, que era “amargo y egoísta”, y que “el mundo moderno sería un sitio mejor” si Paine “hubiera permanecido tranquilo en su casa de Thetford”. Hasta Barack Obama ha contribuido a extender la ambigua leyenda que rodea su figura, al citar palabras suyas en su discurso inaugural, pero sin mencionarlo de manera explícita.
A pesar de su deliberada marginación de la historia oficial, la adhesión y el encono suscitados por Paine no son nuevos. A lo largo de los dos últimos siglos, ha sido rescatado, una y otra vez, por librepensadores, socialistas, comunistas y demócratas radicales, en diferentes épocas y lugares. Ha inspirado a escritores como Walt Withman, Herman Melville o Mark Twain, a líderes populares como Thomas Jefferson o el uruguayo José Gervasio Artigas, a activistas como la anarquista Emma Goldman o el preso negro Mumia Abu Jamal, a historiadores como Edward P. Thompson o Eric Hobsbawm, e incluso a cineastas como R. Attenborough o a músicos como Dick Gaughan, quien llegó a dedicarle una balada. Para el pensamiento reaccionario y para no pocos voceros de las clases dominantes, Paine ha sido en cambio la encarnación de todo aquello que detestan y temen. Por eso han intentado presentarlo como un “borracho”, un “arribista”, un “alborotador” o, en palabras del presidente Theodore Roosevelt, inspirador de la “política del garrote” en América Latina en la primera década del siglo XX, un “inmundo ateo”. Claro que no todos han sido igual de toscos. Ronald Reagan, por ejemplo, invocó a Paine en un discurso y, consciente de su prestigio como revolucionario, lo utilizó para justificar su propia “revolución conservadora”.
¿Pero quién es este personaje, que ni siquiera fue un pensador sistemático o un dirigente de primera línea, pero cuya voz sigue resonando en las generaciones actuales? ¿Cómo explicar este recurrente retorno de Paine por encima del olvido y la tergiversación deliberados? Para responder a estos interrogantes, quizás haya que comenzar por mencionar los modestos orígenes del activista inglés. Su padre era un viejo cuáquero, fabricante de corsés, y él mismo realizó varias incursiones frustradas en pequeños negocios para acabar con un puesto de oficial de aduanas. Su formación política no tuvo lugar en altos círculos intelectuales, sino que se forjó a través de lecturas privadas, de una corta experiencia como maestro de escuela y de la asistencia a clubes de debate. Sus orígenes cuáqueros y su propia experiencia vital contribuyeron a que arraigara en Paine un talante racionalista con fuertes implicaciones igualitarias y una espontánea simpatía por la gente de abajo. Uno de los primeros artículos que se le conocen, precisamente, se dirigía a denunciar el aumento del coste de la vida y su impacto en los sectores de menos recursos. “Los ricos, cómodos y prósperos –dejó escrito- pueden pensar que he pintado un escenario inverosímil, pero si descendieran a las regiones de la necesidad, al círculo polar de la pobreza, se encontrarían con que sus opiniones cambian con el clima”.
De haber permanecido en su pueblo natal, es muy probable que Paine, como ha apuntado Hobsbawm, sólo hubiese sido recordado en una alguna extraña tesis doctoral. Una mezcla de causas y azares quiso en cambio que conociera a Benjamin Franklin, cuyos experimentos con la electricidad despertaron su interés y a quien impresionó por la agudeza de sus comentarios. Franklin lo entusiasmó para que emigrara a Norteamérica. A resultas de ello, Paine desembarcó en Filadelfia en 1774, con treinta y siete años. Allí, gracias a las recomendaciones de Franklin, llegó a ser editor de la Pennsylvania Magazine. Desde sus páginas, defendió con audacia una serie de posiciones totalmente minoritarias en aquella época: la condena de la esclavitud, el rechazo de la política británica en la India, la defensa de los derechos de la mujer o la crítica de prácticas aceptadas como el duelo o la crueldad con los animales. A medida que la situación social y política de las colonias fue derivando hacia un creciente enfrentamiento con Inglaterra, el nombre de Paine fue ganando protagonismo. Frente a una mayoría de posiciones críticas pero no rupturistas, como la del propio G. Washington, Paine publicó en 1776 Sentido Común, una encendida y eficaz defensa del derecho a la rebelión y a la independencia. Inmediatamente, el ensayo se convirtió en un impresionante éxito de difusión (precisamente, las palabras citadas por Obama en su discurso inaugural provienen de este escrito).
Tras su fulgurante participación en la lucha contra el imperio británico, Paine pasó de ser un pobre artesano inglés a convertirse en un intelectual ampliamente reconocido. Trabó amistad con Thomas Jefferson, por ejemplo, lo que le permitió contribuir a la redacción de la Declaración de la Independencia de 1776. Paine era un decidido partidario de incorporar una cláusula contra la esclavitud, pero la propuesta fue retirada tras las objeciones de algunos Estados traficantes de esclavos. También participó en la redacción de la Constitución de Pennsylvania del mismo año, considerada uno de los textos más avanzados de la época desde un punto de vista democrático. Cuando la revolución, sin embargo, comenzó a adoptar un giro conservador a resultas de la presión de las nuevas oligarquías agrarias, industriales y financieras que gestionaron la posguerra, Paine comenzó a distanciarse de la arena pública y a refugiarse en algunos de sus proyectos personales favoritos: el diseño de un puente de hierro de un solo arco y la experimentación con un tipo de velas que no echaban humo.
Con el objeto de promocionar sus inventos y la propia revolución, viajó a Inglaterra y Francia. Pero su destino estaba lejos de la ciencia o la diplomacia. A los disparos de Lexington sucedieron los estruendos de la Bastilla, que lo impresionaron vivamente. En respuesta, precisamente, a las diatribas de E. Burke contra la “violencia plebeya” de la revolución francesa y contra los supuestos racionalistas y universalistas que inspiraban los hechos de París, Paine escribió Derechos del Hombre. Allí, valiéndose de su estilo claro y punzante, embestía contra la monarquía y contra los fundamentos aristocráticos del sistema político británico, al tiempo que defendía la superioridad del constitucionalismo republicano y democrático. Pero abogaba, además, por un programa de derechos sociales que asegurara a todos disfrutar de las condiciones materiales para el ejercicio de las libertades públicas. El nuevo escrito tuvo un fuerte impacto en diferentes organizaciones republicanas democráticas inglesas, que lo tomaron como bandera. Al igual que con Sentido Común, Paine les cedió los derechos de autor. La reacción gubernamental, sin embargo, no se hizo esperar: una proclamación real lo declaró culpable del delito de sedición.
Cuando la Inglaterra monárquica se abalanzó sobre Paine, éste encontró cobijo en la Francia revolucionaria. Su desconocimiento del francés y los contactos hechos desde América contribuyeron a que se vinculara con el círculo de los moderados girondinos. Junto a Condorcet, fundó una sociedad republicana, ya en 1791. “En razón de mi ansia de honor y dignidad para la especie humana –escribió a Sieyès- del disgusto que profeso al ver a hombres maduros dirigidos como niños; en atención al horror que me inspiran todos los males que la monarquía ha sembrado sobre la tierra: la miseria, las exacciones, las guerras, las masacres con las que ha aplastado a la humanidad; a todo ese infierno, en fin, de la monarquía, yo le he declarado la guerra”. Su relación con el ala jacobina fue controvertida. A pesar de su abierto compromiso con la profundización de la república democrática, receló de una supuesta “razón de estado revolucionaria” construida sobre la justificación de las “manos sucias” y del uso oportunista de la legalidad. Su percepción de que los límites ético-políticos del proceso revolucionario se relajaban le llevó a escribir a G. Danton, en 1793: “He perdido la esperanza de ver cumplido el gran proyecto de la libertad europea. La causa de mi desesperación no reside en la coalición de potencias extranjeras, ni en las intrigas de aristócratas y sacerdotes, sino más bien en el descuido con el que se han llevado los asuntos de la revolución”. Estas diferencias se consolidarían con el juicio a Luis XVI. Contra la opinión de prestigiosos dirigentes republicanos, Paine se opuso a la ejecución del rey y propuso en su lugar que se lo encarcelara para luego desterrarlo a Estados Unidos. Esta posición lo acabaría de enfrentar con los jacobinos, que lo confinaron en la prisión de Luxemburgo, donde permanecería durante casi un año. Al igual que importante figuras como M. Robespierre o J.P. Marat, Paine era un enérgico adversario de la pena de muerte y de la crueldad del sistema penal. Pero pensaba que una actitud así debía informar con igual escrúpulo la actuación revolucionaria. “Una avidez por castigar –razonaría- es siempre peligrosa para la libertad. Ello conduce a los hombres a violentar, malinterpretar y abusar incluso de la mejor de las leyes. Aquel que asegura su propia libertad, debe proteger incluso a su enemigo de la opresión, porque si viola ese deber, establece un precedente que a él mismo llegará”.
A pesar de su encarcelamiento, Paine no renunció a sus convicciones revolucionarias. Con la caída de Robespierre y la reacción termidoriana, fue liberado y readmitido en la Convención. En uno de sus primeros discursos, denunció de modo inapelable el proyecto de Constitución redactado por Danou y Boissy d’Anglas, en el que, entre otras cuestiones, se preveía el voto censitario. “Un país gobernado por los propietarios –dijo en aquella ocasión, ratificando sus convicciones igualitarias- corresponde al orden social; aquel donde gobiernan los no propietarios, al estado natural”. En la línea del republicanismo avanzado de su tiempo, Paine advirtió pronto la tensión existente entre la generalización del acceso a la propiedad y una concepción excluyente de la misma que sólo podía engendrar lujos inadmisibles, violencia y corrupción. “El que utiliza su propiedad económica –escribió- o abusa de la influencia que ésta le confiere para desposeer o robar a otros su propiedad, usa su propiedad pecuniaria como el que emplea armas de fuego, y merece que se la quiten”. Su ideal, en este punto, no era el de un igualitarista radical. Más bien se acercaba al de Rousseau y otros republicanos democráticos: una sociedad sin opulencia ni miseria, libre de desigualdades extremas e integrada por pequeños propietarios independientes, capaces de vivir sin el permiso de otros.
Para concretar estos objetivos, y recuperando las banderas enarboladas por los partidarios de Robespierre, Paine publicó en 1797 un breve panfleto titulado Justicia Agraria (Agrarian Justice). En él retomaba el programa social defendido en Derechos del hombre y le añadía la creación de un fondo nacional que permitiera pagar un ingreso incondicional a toda persona que hubiera cumplido los veintiún años, así como un ingreso extra, anual y permanente, a todas las personas a partir de los cincuenta años. Este ingreso, un temprano antecedente de la actual propuesta de una renta básica de ciudadanía, se justificaba, según Paine, como una compensación a la posibilidad de apropiación privada de un bien común como era la tierra. Y si en Derechos del hombre se defendía la financiación de los derechos sociales a través de un impuesto progresivo a la renta, en Justicia Agraria se proponía sufragar el derecho a un ingreso incondicional a través de un impuesto a la herencia “que permitiera sustraer de la propiedad una parte igual al valor de la herencia natural que ha sido absorbida”.
Rodeado de enemigos entre los partidarios de la monarquía y entre las clases propietarias en general, Paine había abierto otro frente de batalla al publicar, también hacia 1795, La edad de la razón (The Age of Reason) un ácido alegato contra el fundamentalismo religioso y las iglesias institucionalizadas. Desde premisas anticlericales aunque no antirreligiosas, Paine intentaba refutar en palabras sencillas la difundida idea de que la Biblia fuese la palabra de Dios. Asimismo, denunciaba en duros términos la frecuente connivencia entre poder temporal y religioso. “Todas las instituciones nacionales de las iglesias –sostenía- no me parecen otra cosa que invenciones humanas establecidas para aterrorizar y esclavizar a la humanidad y para monopolizar el poder y el dinero […] Yo no creo en el credo profesado por la Iglesia Judía, por la Iglesia Romana, por la Iglesia Turca, por la Iglesia Protestante, ni por ninguna Iglesia que conozca. Mi mente es mi propia Iglesia”. A pesar de los múltiples ataques y de las acusaciones de ateísmo que le granjearon este tipo de afirmaciones, Paine fue un deísta convencido. Su crítica no provenía del sarcasmo penetrante e individualista que el pensamiento burgués había utilizado para socavar el andamiaje de irracionalidad sobre el que se sostenía el antiguo régimen. Más bien obedecía a un sentido igualitario y fraterno de la religiosidad, libre, eso sí, de supersticiones, y compatible con los avances de la razón y de la ciencia en general. Su actitud no era, en otras palabras, la de un Voltaire, de cuyo espíritu aristocrático por otro lado carecía. Por el contrario, sus ataques nacían de una concepción profundamente humanista y horizontal de la religión, que con las debidas distancias, recuerda en más de un punto a Spinoza.
La extinción de las viejas energías revolucionarias, en cualquier caso, fue erosionando la esperanza inicial de Paine de una expansión de la causa republicano democrática en Europa. Animado por la elección de su amigo Jefferson, emprendió su regreso a Estados Unidos en 1802. Poco tiempo le llevó constatar el sello oligárquico que el desarrollo capitalista había imprimido a la vida política del país a cuya independencia tanto había contribuido. Su obra, vinculada sobre todo a su posición sobre temas religiosos, constituía ahora el caballo de batalla de los sectores federalistas, convertidos en partido político, en sus ataques contra Jefferson. La fama y la gloria de antaño cedieron entonces al progresivo aislamiento político y al empobrecimiento económico. A pesar de ello, Paine no cejó en utilizar el periodismo como trinchera contra los embates conservadores. En 1803, escribió una serie de artículos en los que atacaba a los federalistas y los acusaba de haber favorecido un peligroso proceso de concentración de poder en manos del ejecutivo. Para apuntalar sus argumentos, no dudaba en calificar al último gobierno de Washington y al de J. Adams como auténticos “reinos del terror”.
Su irreverente crítica de los “padres fundadores” acabó por acentuar su marginación social y política. Relegado, hostigado y censurado en los tres países por cuya libertad había luchado, Paine murió una mañana de junio de 1809. Hasta el último momento de su agonía, un grupo de clérigos lo persiguió e intentó sin éxito arrancarle una frase de arrepentimiento o de conversión religiosa. Contra su última voluntad, le fue negado el entierro en campo cuáquero. A su funeral, que transcurrió en su granja de New Rochelle, sólo asistieron, significativamente, una asistenta con su hijo y una dispersa procesión de irlandeses y de afroamericanos que mostraban así su reconocimiento por quien tanto había defendido sus derechos.
El desafortunado final de Paine, en todo caso, no impediría que su vida y sus ideas continuaran recogiendo encendidas adhesiones y enconada oposición en las generaciones subsiguientes. Aunque no fue un pensador erudito ni un gran líder, fue uno de los más geniales cultivadores del panfleto activista y uno de los más grandes periodistas políticos de la historia. Su sarcasmo y su estilo directo e ingenioso fueron dardos hirientes para sus adversarios y fuente de entusiasmo entre su vasto espectro de lectores. La sencillez de sus orígenes y su temperamento cuáquero, su concepción igualitaria de los hombres, el hecho de formar parte de aquéllos para los que escribía, le permitieron llegar allí donde otros pensadores, acaso más finos y originales, no pudieron hacerlo. Con sorprendente precocidad para su tiempo, Paine defendió derechos que tardarían siglos en consolidarse y que todavía hoy son reiteradamente vulnerados: la libertad de expresión, de conciencia y de culto; las garantías procesales y penales justas; el derecho de asociación y participación política; los derechos sociales; los derechos de colectivos en situación de vulnerabilidad como las mujeres, los pueblos indios o la población afroamericana; el derecho a la autodeterminación de los pueblos; el derecho a la paz e incluso el derecho de los animales a no recibir tratos crueles innecesarios.
Su permanente condición de desclasado, de outsider forzado a cargar con su condición de extranjero allí donde le tocó actuar, lo convirtió además en uno de los primeros teóricos y activistas del cosmopolitismo moderno. En su obsesión por completar lo que llamaba “el círculo de la civilización”, impulsó la libertad republicana en los rincones más distantes del planeta. Censuró enérgicamente el colonialismo en Asia, África y América. Abogó a favor de que Inglaterra, “por su felicidad doméstica” y “por la paz en el mundo”, no poseyera “ni un pie cuadrado de tierra fuera de su propia isla”. Apoyó a los revolucionarios irlandeses y protegió a Francisco Miranda, ideólogo de la independencia en América del Sur. En el proyecto de Constitución que redactó junto a Condorcet, incluyó una cláusula que concedía la ciudadanía francesa a todo hombre que hubiera residido un año en la república.
No fue, desde luego, un pacifista en sentido estricto. Frente a las tiranías de distinto signo, justificó la resistencia armada, y él mismo se alistó en el ejército norteamericano para hacer frente a las tropas reales inglesas. Sin embargo, tuvo perfecta consciencia de que las guerras entre naciones sólo se realizaban en beneficio de las distintas Cortes y sus aliados, y sólo podían propagarse, como le recordó al ministro inglés Shelburne, a expensas de “los campesinos, los pequeños comerciantes y los pobres necesitados de Inglaterra”. Su defensa de un horizonte cosmopolita y de una confederación de repúblicas similar a la propuesta por Kant venía, en todo caso, informada por un agudo sentido del realismo: “Si los hombres se permitieran pensar –dejó escrito en Derechos del Hombre- como deben hacerlo los seres racionales, nada podría parecerles más ridículo y absurdo […] que el estar derrochando para construir navíos, llenarlos de hombres y arrastrarlos por el océano con el fin de comprobar cuál de ellos puede hundir al otro más rápidamente. La paz, que no cuesta nada, puede sostenerse con muchas más ventajas que las que reporta cualquier victoria con todos sus gastos. Pero esto, aunque responde al mejor interés de las naciones, no lo hace al de los gobiernos cortesanos, cuya política habitual es maniobrar para conseguir impuestos, cargos y destinos”.
Tom Paine fue un demócrata radical, y por eso, un revolucionario. Hizo suyas, sin hesitar, las indignadas reacciones de quienes, in extremis, recurrían al derecho de resistencia frente a gobiernos despóticos, a los que en último término reputaba responsables de la irrupción de la violencia social. Nada de ello lo llevó a descuidar la relación entre medios y fines. Por el contrario, siempre entendió que el derecho a la revolución no incluía el derecho a prolongar la crueldad ejercida por sus predecesores. Esa convicción de que la lucha por la propia causa no podía convertirse en represalia de facción, le llevó a cuestionar lo que entendió como una deriva represiva de la revolución francesa. Las frustraciones, empero, nunca le hicieron traicionar la causa a la que entregó su vida. Cuando Franklin dijo “donde está la libertad, allí está mi país”, y Paine le respondió “donde no hay libertad, allí está el mío”, distaba mucho de haber improvisado una respuesta ingeniosa. Con una coherencia inquebrantable, este inquieto vástago de un humilde comerciante, que fue sucesivamente corsetero, maestro, empleado subalterno, tabaquero, periodista e inventor, acabaría conquistando, a la vuelta de los siglos, un lugar emblemático en la historia de los forjadores de los derechos humanos. En esa travesía, renunció a aquellos privilegios que lo hubieran alejado de los sectores en cuyo nombre pretendía hablar. Sus éxitos editoriales le podrían haber procurado una vida sin sobresaltos, que le permitiera desarrollar su afición a la física y la mecánica. Sin embargo, fiel a la austeridad republicana que predicó con tanto ardor, lo donó todo a las gestas que la tea de la revolución encendía en distintos recodos del mundo.
A doscientos años de su muerte, muchas de las injusticias y privilegios que rebelaron a Paine persisten, y otros nuevos, posiblemente más feroces, han hecho su entrada en la historia. Tal vez sea ese espectro de recaída en la barbarie, precisamente, lo que hace que su voz siga interpelándonos tanto tiempo después. En ocasión de una reunión celebrada en Londres para celebrar el aniversario de la revolución inglesa de 1688, Paine propuso un memorable brindis “a la salud de la revolución mundial”, convirtiéndose así en una de las voces pioneras del internacionalismo solidario. En un momento en que la crisis económica, social y ecológica que sacude al planeta vuelve a ese internacionalismo más necesario que nunca, rendir un homenaje republicano a la memoria de Tom Paine es acaso una manera de mantener vivo su legado para las generaciones actuales, salvándolo del olvido o de la burda deformación.

*Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y miembro del Consejo de Redacción de SinPermiso.

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