jueves, 10 de abril de 2008

Restrepo Piedrahita sobre "El Bogotazo" (2da parte)

Como lo prometimos aquí la segunda parte de la "Junta Revolucionaria de Bogotá" de Carlos Restrepo Piedrahita sobre "El Bogotazo" después del asesinato de Jorge Eliecér Gaitán...

El segundo interrogante afanoso que todo el mundo se planteaba en medio del desconcierto, que se iba acentuando sin cesar, se refería a los jefes liberales:
- ¿Dónde están los jefes liberales?
¡Ah! Conque también había más jefes.
- ¿Y Darío Echandía?
El pueblo no se equivoca ni en sus odios ni en sus afectos. Y así como mordía con ira satánica las sílabas del nombre que más le repugnaba a sus instinto, pronunciaba con impetuoso afán esas dos palabras que identifican en la sensibilidad de los colombianos al más patricio, al más abnegado, al más honesto de sus compatriotas: Darío Echandía.

- Están sesionando a puerta cerrada en el Teatro Nuevo – informaban unos.
- Están en cabildo abierto en el Teatro Atenas – aseguraban otros.
- Están en la Clínica Central con el cadáver – informaban los de más allá.
En la dirección de El Liberal, donde nos encontrábamos un millar de personas, anotó alguien:
- Están “kerenskiando”
- Pero al contrario, dije yo, si el pueblo no se organiza y si alguien no se pone al frente de él para impartirle una orden imperativa e inmediata, nos va a suceder todo lo contrario de lo que le ocurrió a Kerenski nos va a ahorcar a los liberales, como si fuéramos comunistas…
Decía Marx que la historia se repite. La primera vez como tragedia, y la segunda, como comedia. Se le olvidó anotar que también suele repetirse al revés, y creo que mi intuición no andaba descaminada en esos instantes fragosos

Mi generación, inaugurada vitalmente en las postrimerías de la primera Guerra Mundial, no conocía para fortuna suya otra experiencia política nacional que la legitimidad de las instituciones, la de turno pacífico de los partidos tradicionales, la de la devoción cada día más afianzada por los idearios de la democracia. Lo que se nos enseñó sobre la conquista y arraigo de la civilidad durante el último medio siglo de historia republicana, lo aprendimos con orgullo y lo practicábamos con entusiasmo. El medio moral en que formamos nuestra ideología política liberal de avanzada, de izquierda, estaba impregnado por entero en la seguridad garantizada por nuestros maestros, nuestros mentores, nuestros gobernantes, de que la democracia colombiana había superado sus difíciles calendas iniciales de inestabilidad. Que estaba vacunada eficazmente contra cualquier agente infeccioso, así fuera de origen endógeno o exógeno.
Por eso la teoría de la revolución violenta, del golpe de estado, o las fórmulas contemporáneas del putsch, de la huelga general, no nos atraían, ni nos seducían, ni nos convencían intelectualmente. Las gentes liberales de izquierda no necesitábamos presuponer la dictadura del proletariado, ni el derrocamiento del gobierno, ni la transformación atropellada del aparato estatal para el cumplimiento de los postulados, programas y principios que informan nuestro credo firmemente reformista y democrático.
Esas creencias se alimentaban en dos fuentes inmediatas de persuasión. De un lado, la asimilación de las lecciones aprendidas en los bancos de la escuela y de la Universidad, sobre el deber de cada colombiano de contribuir con su esfuerzo y con su acción a la consolidación de nuestro destino civilista y pacifista. De otro, la poderosa experiencia transformista y progresista arrojada por las realizaciones institucionales de la primera administración López. En ese cuatrienio se inauguró una auténtica reordenación fundamental de las relaciones sociales y económicas entre los colombianos. Sobre el “salto cualitativo”, como diría un hegeliano ortodoxo, que el país dio con la reforma fiscal, con la reforma educacional, con la reforma social, con la práctica democrática en beneficio general del intervencionismo de Estado, con el respetuoso comportamiento constante del gobierno hacia la Iglesia, no se ha escrito el ensayo que demuestre estadísticas y sociológicamente su magnitud y sus proyecciones.

Si de alguna manera puede definirse el “lopismo”, como ahora se intenta con tranquilo análisis sociológico, es diciendo que consistió en la postulación de los programas y métodos de gobierno necesarios para hacer de la nuestra una moderna democracia orgánica y dinámica. Esa la razón de sus tropiezos múltiples. Pero también la justificación del hecho real, cada vez más potente en la opinión pública, de que el pueblo colombiano vuelva a reclamar a Alfonso López como en los mejores tiempos de la Revolución en marcha.
Nosotros conocíamos y conocemos, por la teoría histórica y política, la etiología general de las revoluciones tradicionales, alumbradas con ayuda de la violencia, que según Engels dizque es “la partera de la historia”. Sabíamos y sabemos que la lucha de clases no fue una arbitraria invención del judío Carlos Marx, ni siquiera una concepción suya, sino una donnée experimental que él extrajo de los autores antiguos y de los contemporáneos suyos para sustentar por uno de los flancos la teoría del materialismo histórico; en filosofías sociales de Confucio y de Mencio ya se aseguraba que “la pobreza engendra el descontento del pueblo y los desórdenes sociales y que la satisfacción económica del pueblo es una condición necesaria para el orden social".
En Aristóteles aprendimos que “la pobreza es pariente de la revolución y del crimen” y que “las revoluciones políticas provienen del desproporcionado incremento de cualquiera de las partes que componen el Estado”. Lo sabíamos también a través de Nicolás Maquiavelo, de Harrington, de Montesquieu, de Guizot…. Sabíamos y sabemos que cuando en el substrato social se manifiesta la presencia de fenómenos de desequilibrio económico y social, germina la semilla que con el tiempo rompe la armadura del orden establecido, si oportunamente no se podan sus raíces implacables

Por eso hemos sostenido y continuamos afirmando con mayor vehemencia que antaño después de lo revelado el 9 de abril, que si en Colombia se han resuelto ya dos grandes problemas cardinales de la nacionalidad, el político y religioso – el primero con la organización centralista del Estado y el segundo con la garantía de respeto para el fuero de la Iglesia – estamos ahora viviendo el ciclo necesario del problema más arduo y de mayores dimensiones: el ciclo del implantamiento de la democracia económica. No hemos perdido la fe en el sentido de que Colombia puede realizar la transformación adecuada y oportuna de sus instituciones económicas, sin menoscabo de la fisonomía liberal de sus instituciones políticas. Pero cuando en el seno de una sociedad dada se insinúan los gérmenes de la lucha de clases – como ciertamente se advierte con más claridad a medida que nuestro incipiente capitalismo comercial, agrario, industrial y financiero se desarrolla - , toda dilación en resolverla con el único remedio saludable que neutraliza y reduce su virulencia, se capitaliza y acumula en una especie de interés compuesto que más tarde se cobra por la jurisdicción coactiva de las revoluciones violentas.
Estamos asistiendo a una de las experiencias históricas más trascendentales en la historia universal de la democracia: la obra de gobierno del laborismo británico. El experimento inglés que está en ejecución va indicando ya que el camino de Moscú no es el único eficaz para llegar al reino de la equidad en las relaciones económicas de los asociados, como quedó demostrado en los veinte años que acaban de pasar que el itinerario nazi – fascista no cubría la ruta de la paz ni de la justicia social. Cada pueblo que tenga montado su destino sobre sillares democrático – políticos, puede adaptar a su peculiar ecuación los términos de la técnica que los británicos están ensayando con seguro éxito. Pero los colombianos estamos convencidos también de que el partido conservador es incapaz de absolver interrogantes que el país tiene planteados. Esa colectividad llegó en 1946 al gobierno, agitando las mismas banderas progresistas del liberalismo, y el 9 de abril a las doce meridiano pensábamos todavía que aquí no ocurría nada desagradable, nada contrario a lo que se nos enseñó.
Pero el 9 de abril fue.
Y a pesar de él, la revolución violenta no era posible. De toda revolución verdadera no concurrieron sino dos, de sus cuatro elementos capitales. En primer lugar, los incentivos políticos inmediatos: la violencia ejercitada desde el gobierno contra el pueblo, la imposibilidad física del país para asimilar un gobierno homogéneo y el asesinato de Gaitán. En segundo término, hizo erupción súbita después de lenta y sesquisecular elaboración subterránea, la miseria económica de vastas masas urbanas y campesinas, que el régimen liberal no alcanzó a emancipar. En cambio, faltaba en ese momento la voluntad de hacer una revolución, factor consciente, previo e indispensable, que no se improvisa. Faltaba también el equipo humano directivo con vocación y preparación para la actividad revolucionaria. Estos dos ingredientes no se engendran por decreto ni al azar. Son de larga formación. Por su parte, el liberalismo colombiano se propuso desde los inicios del siglo veinte no utilizar otro medio de acción política distinto del que le brindan las instituciones. Su escuela y base de operaciones no eran la revolución, sino la Carta Constitucional. De allí que aun en el evento de más confeso trastorno social, como fue el de esos días, no intentara sino soluciones jurídicas.