Ayer al mediodía en la Casa externadista, se dio el lanzamiento del libro ¨En Memoria del prof. Dr. Luis Villar¨. Estabámos reunidos de nuevo sus familiares y sus amigos pero ya no en torno al féretro del Doctor Villar como en el pasado mes de julio, sino celebrando la publicación de un libro en Homenaje a su Memoria, que se pensaba publicar en vida al celebrar sus cincuenta años como docente.
La semilla que sembró el Doctor Villar de aprecio por la academia, por la filosofía del derecho, por el humanismo y la libertad se encontraba ayer allí como nos decía Carlos Bernal en las bonitas y sentidas palabras que pronunció. También hablarón el Rector Hinestrosa, recordando su amistad con el Doctor Villar desde su infancia y juventud y el Doctor Augusto Hérnandez Becerra que recordó su aprecio por el Doctor Luis Villar Borda como compañero en el Departamento de Gobierno Municipal durante casi 20 años. Para la galería de fotos del Homenaje pinche aquí.
Aquí las palabras del Doctor Carlos Bernal Pulido que pronunció ayer en el Homenaje. Gracias Carlos por permitirlas publicarlas en este blog.
LUIS VILLAR BORDA FILÓSOFO DEL DERECHO
Por: Carlos Bernal
Universidad Externado de Colombia
18 de Marzo de 2009
Era agosto de 2003. La luz del estío se abría paso a través del cielo azul. El dorado de las cúpulas de Estocolmo resplandecía con una virulencia enceguecedora, como si vindicara su fulgor tras los largos meses de sombra que cada año ocultan a la península escandinava. Allí caminábamos, a paso lento, el profesor y su discípulo. Él buscaba con nostalgia la casa en la que había vivido durante sus tiempos de embajador. Para mí, en cambio, tal búsqueda no era más que un pretexto para escucharlo, para aprender de alguien que había fraguado la histórica política de Colombia de la segunda mitad del siglo XX, y de alguien que no sólo conocía a fondo la filosofía del derecho, sino que la había construido en sus escritos, traducciones y ediciones y la había vivido en sus debates con las figuras más prominentes del orbe.
Universidad Externado de Colombia
18 de Marzo de 2009
Era agosto de 2003. La luz del estío se abría paso a través del cielo azul. El dorado de las cúpulas de Estocolmo resplandecía con una virulencia enceguecedora, como si vindicara su fulgor tras los largos meses de sombra que cada año ocultan a la península escandinava. Allí caminábamos, a paso lento, el profesor y su discípulo. Él buscaba con nostalgia la casa en la que había vivido durante sus tiempos de embajador. Para mí, en cambio, tal búsqueda no era más que un pretexto para escucharlo, para aprender de alguien que había fraguado la histórica política de Colombia de la segunda mitad del siglo XX, y de alguien que no sólo conocía a fondo la filosofía del derecho, sino que la había construido en sus escritos, traducciones y ediciones y la había vivido en sus debates con las figuras más prominentes del orbe.
Sus ideas eran diáfanas, pero, como siempre, el curso de la conversación se tornaba impredecible. Al mejor estilo de los compositores que siempre admiró, este melómano conseguía ir de su militancia en el MRL o su admiración por la cultura china, a la refutación y defensa del positivismo Kelseniano o un escrutinio bien razonado de la teoría del derecho de Radbruch, en variaciones sutiles que hacían pensar que se trataba de un único tema. Chascarrillos e ironías hacían brotar de su rostro una sonrisa perenne, indeleble, que se descomponía al sonar de sus acostumbradas carcajadas sin mesura, que eliminaban el etéreo tinte de sus exposiciones. Su buen humor lo delataba, ponía al descubierto a un niño travieso que se escondía tras las canas que desde joven le dieron la apariencia de intelectual conspicuo procedente de otros mundos.
Estábamos de paso por aquella ciudad. Nos dirigíamos a Lund, en donde asistiríamos al Congreso de la Asociación Internacional de Filosofía del Derecho y Filosofía Social. Durante muchos años, él fue el único miembro colombiano de dicha asociación y uno de los pocos latinoamericanos que a ella pertenecían. A pesar de la lontananza del escenario, yo me sentía en el mismo lugar, sentado en su antiguo despacho del piso sexto, en una de tantas conversaciones inagotables, en las que su amabilidad y los colores de los jardines edulcoraban la comprensión de las ideas más abstractas e inasibles. Tengo la impresión de que aquel pequeño despacho del piso sexto presenció las mejores clases magistrales de Luis Villar. Era una cátedra sin horarios, sin premuras, en la que la relación entre el profesor y el estudiante se diluía y se convertía en amistad. Era un espacio en el que él se expresaba a plenitud, en el que entregaba todo lo que era y lo que sabía, sin ninguna restricción. Allí también ponía a disposición de cualquier interesado los volúmenes de su muy completa biblioteca, no sin antes explicar con minuciosidad el contenido de cada libro y la razón para leerlo.
Desde mis tiempos de estudiante de tercer año de derecho, decidí sumarme a la pléyade de compañeros que lo visitábamos de manera asidua. No me equivoco si pienso que muchos otros, como yo, en aquellas conversaciones nos apasionamos por el pensamiento abstracto y su aplicación al terreno jurídico: por la filosofía del derecho. Sin dudarlo, su bonhomía y su inteligencia contribuyeron a hacer atractivo este camino y a nuestra inclinación a nadar contra la corriente; a escapar de la aberrante, pero bien propagada concepción del derecho como mera técnica, en ocasiones sólo útil para el lucro o para hacer prevalecer intereses inconfesables.
Desde su despacho del piso sexto, desde sus cátedras de primero y de quinto año, y desde los pasillos del Externado, Luis Villar fue formador de generaciones y forjador de pensamiento crítico. En sus clases y en sus escritos, cultivó y difundió los ideales del liberalismo político: la democracia, el respeto por los derechos humanos, el pluralismo, la tolerancia, la descentralización. Asimismo, dio rienda suelta a la fascinación que sentía por los temas de mayor calado de la filosofía del derecho. Se apasionó por la ontología jurídica. Escudriñó, como en verdad pocos lo han hecho, la obra de Hans Kelsen y se dejó contagiar por el anhelo de objetividad del positivismo jurídico, que entre nosotros podía usarse para proclamar el carácter laico del Estado y la independencia del derecho frente a la moral impuesta, de tipo clerical.
A pesar de todo, la fascinación por el positivismo jurídico no le impidió simpatizar con ciertos argumentos que hablaban a favor de la existencia de algunas conexiones conceptuales necesarias entre el derecho y la moral. De ningún modo Luis Villar llegaría a defender la existencia de un derecho natural. No obstante, su profundo conocimiento, de origen histórico y literario, del horror propiciado por el Nacional Socialismo en Alemania, sí lo llevó a expresar con reiteración su acuerdo con Gustav Radbruch, para quien, según su conocida fórmula, la extrema injusticia no es derecho. Esta coincidencia con el pensamiento de Radbruch orientó a Luis Villar a nuevas pesquisas en los ámbitos de la ética, del concepto de justicia y de las teorías de la argumentación jurídica, aspectos que centraron la atención de los iusfilósofos germanos en las primeras décadas de la segunda posguerra. De estas pesquisas fueron fruto los textos que Luis Villar dedicara a la fundamentación y al contenido de los derechos humanos y a los presupuestos de la democracia. Estos textos pueden comprenderse como un diálogo con algunos pensadores, hijos de la segunda posguerra, tales como Ralf Dreier, Arthur Kaufmann y Robert Alexy. Estos textos, y en su conjunto, todos los escritos filosófico jurídicos de Luis Villar, no constituyen sólo un significativo legado de un pensador liberal y un jurista riguroso, sino la ruta de acceso a los autores que sentaron las bases para comprender la naturaleza del derecho de nuestros días.
¡Cuánto debe la filosofía del derecho de habla hispana a Luis Villar! y ¡Cuánto debe a él no sólo como escritor sino como traductor! Luis Villar fue un traductor fiel y cuidadoso, a quien debemos la versión en español de muy significativos textos escritos en alemán y en francés. Estas versiones nos han permitido leer y enseñar a Kelsen, Radbruch, Kaufmann, Klenner, Alexy, Walter y muchos otros autores, que estaban predestinados en exclusiva a quienes pudiesen leer sus lenguas de origen.
¡Y cuánto debe la filosofía del derecho a Luis Villar, el editor! A aquel que hace más de quince años, al igual que Herbert Hart lo hiciese con la obra de Jeremy Bentham, decidiera robarle el tiempo a la confección de sus propios escritos para dedicarlo a cuidar de la difusión de ideas ajenas. Hija de este acto de grandeza es nuestra colección libros de teoría del derecho. Esta colección supera ya los cincuenta volúmenes, escritos por los mejores filósofos del derecho de Europa, Norteamérica y América Latina. En ella se abordan con gran altura los temas más relevantes de la disciplina. De primera mano se que con esta colección se han formado y se forman abogados, magísteres y doctores dese Barcelona hasta Andalucía y desde la Ciudad de México hasta Buenos Aires.
Pero, sobre todo, cuánto debemos a Luis Villar quienes tuvimos el privilegio de conocerlo. Su partida ha dejado un vacío imposible de colmar. La noticia de su muerte me llegó una mañana de verano. Una tormenta tropical había despojado de su follaje a los árboles que se asomaban por mi ventana. Las hojas de los árboles en el suelo me recordaron lo efímera que es la vida. Con todo, la huella que el profesor Villar dejó en sus discípulos, sus compañeros, sus lectores, y aún más, en el Externado y en Colombia, no se parece a las hojas tornasoladas que se desprenden de las ramas cuando el verano ha llegado a su fin. Es más bien como aquella semilla que un día devino un árbol frondoso; un árbol que crece y permanece, estación tras estación, más allá de lo que la semilla un día pudo avizorar.