Reproducimos a partir de hoy el artículo el artículo del Dr. Carlos Restrepo Piedrahíta "La Junta Revolucionaria de Bogotá", publicado en la Revista Derecho del Estado de la Universidad Externado, No 4, abril de 1998, al cumplirse los cincuenta años del asesinato de Gaitán. El artículo del Dr. Restrepo narra los acontecimientos del 9 de abril de 1948. Restrepo Piedrahíta trabajo con Jorge Eliecér Gaitán cuando era Ministro de Trabajo y durante "El Bogotazo" participó en la toma del radioperiódico Ultimas Noticias para constituir una Junta Revolucionaria... Aquí la primera parte de su relato que continuaremos esta semana en otros tres posts...
LA JUNTA REVOLUCIONARIA DE BOGOTÁ
Como homenaje en el cincuentenario del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Revista Derecho del Estado reproduce este artículo del profesor Carlos Restrepo Piedrahita, publicado originalmente el semanario Sábado, Año VI, No 297, abril 9 de 1949, pp. 3 a 14.
Un amigo, Santiago Muñoz Piedrahita, llegó a mi departamento pocos minutos antes de las dos de la tarde, con el mismo sobresalto que nos invadía a quienes aquella hora sabíamos ya de la trágica noticia, y en su automóvil nos dirigimos desde Chapinero hacia el centro de la ciudad. Veníamos a ponernos en contacto con nuestro habitual periódico de labores, El Liberal.
Al pasar frente a la fábrica de “Bavaria”, uno de los obreros nos interceptó el paso, blandiendo una varilla de acero en una mano y una gruesa piedra en la otra. Con gesto desperado y grito adolorido – signos de amor entrañable que el pueblo sentía por el Caudillo – quiso sorprendernos:
- Asesinaron a Gaitán…
Por la Radio Nacional, sin embargo, el gobierno informaba que “el caso no era desesperado”…
- Declaren la huelga respondimos.
- Ya paramos todas las máquinas, Vamos a tumbar a este gobierno de asesinos.
Fue el primer impulso natural del pueblo.
A nuestro paso notamos que las banderas de los países participantes en la Conferencia Panamericana y que habían sido izadas frente al antiguo Panóptico, no lucían sus colores al aire. Ni las banderolas instaladas en los postes y faroles de la energía. El pueblo anónimo en rebelión las había abatido, no como un sentimiento de animadversión contra la importante reunión diplomática de países americanos, sino porque en ellas y en muchas otras cosas y partes – en el Palacio de San Carlos, en la Cancillería, en el Venado de Oro – ese pueblo reconocía la impronta de un hombre, el más odiado en esas inenarrables horas de angustia. En la atormentada ánima de las gentes humildes, de las mujeres, de los niños, de los estudiantes, se descargaban como un fulminante arco voltaico dos tremendas fuerzas antitéticas: la desesperación por el asesinato que se acababa de perpetrar en el más caro de sus caudillos y el rencor infinito, aullante, contra el más caracterizado y reconocido evangelista de la violencia, cuyas prédicas venían dando en los últimos meses los malhadados “frutos de la maldición”, cuyos efectos padecía la inerme masa de la pobrecía con toda su secuela de miserias y desgracias.
Ese hombre Laureano Gómez, y el pueblo en rebelión no quería que en Colombia quedara siquiera una huella dejada por él. El nunca bien lamentado incendio de San Carlos y de varias dependencias oficiales no fue una reacción nihilista contra el Libertador, ni un deliberado y premeditado irrespeto contra nuestra más grande tradición histórica. No. Fue que en ese instante supremo de ansiedad, de asombro y de ira, la multitud aguzó su olfato y donde percibió rastros de ese ciudadano, quiso calcinar la tierra. Yo no justifico aquellos irreparables y absurdos brotes de desenfreno, pero la explicación realista es esa.
Por allí había pasado un hombre, a quien el pueblo odiaba con todas las fuerzas del alma.
En todas partes estaban los aparatos de radio sintonizados a pleno volumen. De sus parlantes emergía un agitado rumor de tumulto in crescendo. Se multiplicaban en las ondas las voces inidentificables. La protesta se encendía fulgurante, como una tea, en cada arenga ¿De quién partió inicialmente la consigna de saquear las ferreterías, de que el pueblo se armara como pudiera? ¿Quién podría saberlo?
- ¿Y quién es Fuente Ovejuna?
- Todos a unaDe repente hubo alguien - ¿quién fue ese alguien? – que se atrevió a pronunciar en público lo que desde hacia medio siglo no se escuchaba en Colombia
- ¡A la revolución!
Y todos proclamaban la revolución como el derecho primario del pueblo en ese instante.
A medida que corrían los minutos, registrando el más temeroso ritmo que la nación haya producido a lo largo de su existencia, se evidenciaban dos fenómenos que sólo el oyente poseído de cierto grado de serenidad podía captar en medido del vértigo: de una parte, la creciente exacerbación de los espíritus. De otra, la presencia simultánea y acechante del más peligroso de los reactivos, de los catalizadores, para momentos como ese en que se requerían supremas decisiones subítaneas; ¡la anarquía!
Era una ingenuidad, para no decir que una locura, invitar a una “revolución": en esas condiciones, como si fuera posible hacer revoluciones por generación espontánea.
- Los informes que tienen el gobierno son de que se trata de un golpe comunista de carácter internacional. El asesino era miembro activo de ese partido.
Así, francamente, con cursiva y audaz tartufería, se lavaba el gobierno las manos en presencia de las delegaciones pleniponteciarias de todos los países de América. Esas declaraciones las hizo telefónicamente el entonces secretario general de la presidencia, señor Rafael Azula Barrera, cuando de El Liberal se le preguntó a las dos y media de la tarde sobre los sucesos. En media hora habían alcanzado a hornear en Palacio la versión adecuada para quedar bien con los huéspedes y no darles tiempo a que averiguaran por qué desde meses atrás estaba declarado el estado de sitio en la atormentadas tierras de Santander…
Además, teníamos en casa a Mr. Marshall, y ninguna oportunidad mejor para impresionarlo decisivamente contra el partido liberal. De entonces data directamente la cruzada consevadora césaro – papista para identificar farisaicamente al liberalismo con el comunismo.
Sólo que Mr. Marshalll, menos sugestionable de lo que suponían aquí los miembros de la hegemonía efímera y funesta, cuando ya estuvo en Washington, tonificado por el enérgico aire de la primavera, pudo hacerse la reflexión íntima:
- Los conservadores me engañaron.
Como homenaje en el cincuentenario del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Revista Derecho del Estado reproduce este artículo del profesor Carlos Restrepo Piedrahita, publicado originalmente el semanario Sábado, Año VI, No 297, abril 9 de 1949, pp. 3 a 14.
Un amigo, Santiago Muñoz Piedrahita, llegó a mi departamento pocos minutos antes de las dos de la tarde, con el mismo sobresalto que nos invadía a quienes aquella hora sabíamos ya de la trágica noticia, y en su automóvil nos dirigimos desde Chapinero hacia el centro de la ciudad. Veníamos a ponernos en contacto con nuestro habitual periódico de labores, El Liberal.
Al pasar frente a la fábrica de “Bavaria”, uno de los obreros nos interceptó el paso, blandiendo una varilla de acero en una mano y una gruesa piedra en la otra. Con gesto desperado y grito adolorido – signos de amor entrañable que el pueblo sentía por el Caudillo – quiso sorprendernos:
- Asesinaron a Gaitán…
Por la Radio Nacional, sin embargo, el gobierno informaba que “el caso no era desesperado”…
- Declaren la huelga respondimos.
- Ya paramos todas las máquinas, Vamos a tumbar a este gobierno de asesinos.
Fue el primer impulso natural del pueblo.
A nuestro paso notamos que las banderas de los países participantes en la Conferencia Panamericana y que habían sido izadas frente al antiguo Panóptico, no lucían sus colores al aire. Ni las banderolas instaladas en los postes y faroles de la energía. El pueblo anónimo en rebelión las había abatido, no como un sentimiento de animadversión contra la importante reunión diplomática de países americanos, sino porque en ellas y en muchas otras cosas y partes – en el Palacio de San Carlos, en la Cancillería, en el Venado de Oro – ese pueblo reconocía la impronta de un hombre, el más odiado en esas inenarrables horas de angustia. En la atormentada ánima de las gentes humildes, de las mujeres, de los niños, de los estudiantes, se descargaban como un fulminante arco voltaico dos tremendas fuerzas antitéticas: la desesperación por el asesinato que se acababa de perpetrar en el más caro de sus caudillos y el rencor infinito, aullante, contra el más caracterizado y reconocido evangelista de la violencia, cuyas prédicas venían dando en los últimos meses los malhadados “frutos de la maldición”, cuyos efectos padecía la inerme masa de la pobrecía con toda su secuela de miserias y desgracias.
Ese hombre Laureano Gómez, y el pueblo en rebelión no quería que en Colombia quedara siquiera una huella dejada por él. El nunca bien lamentado incendio de San Carlos y de varias dependencias oficiales no fue una reacción nihilista contra el Libertador, ni un deliberado y premeditado irrespeto contra nuestra más grande tradición histórica. No. Fue que en ese instante supremo de ansiedad, de asombro y de ira, la multitud aguzó su olfato y donde percibió rastros de ese ciudadano, quiso calcinar la tierra. Yo no justifico aquellos irreparables y absurdos brotes de desenfreno, pero la explicación realista es esa.
Por allí había pasado un hombre, a quien el pueblo odiaba con todas las fuerzas del alma.
En todas partes estaban los aparatos de radio sintonizados a pleno volumen. De sus parlantes emergía un agitado rumor de tumulto in crescendo. Se multiplicaban en las ondas las voces inidentificables. La protesta se encendía fulgurante, como una tea, en cada arenga ¿De quién partió inicialmente la consigna de saquear las ferreterías, de que el pueblo se armara como pudiera? ¿Quién podría saberlo?
- ¿Y quién es Fuente Ovejuna?
- Todos a unaDe repente hubo alguien - ¿quién fue ese alguien? – que se atrevió a pronunciar en público lo que desde hacia medio siglo no se escuchaba en Colombia
- ¡A la revolución!
Y todos proclamaban la revolución como el derecho primario del pueblo en ese instante.
A medida que corrían los minutos, registrando el más temeroso ritmo que la nación haya producido a lo largo de su existencia, se evidenciaban dos fenómenos que sólo el oyente poseído de cierto grado de serenidad podía captar en medido del vértigo: de una parte, la creciente exacerbación de los espíritus. De otra, la presencia simultánea y acechante del más peligroso de los reactivos, de los catalizadores, para momentos como ese en que se requerían supremas decisiones subítaneas; ¡la anarquía!
Era una ingenuidad, para no decir que una locura, invitar a una “revolución": en esas condiciones, como si fuera posible hacer revoluciones por generación espontánea.
- Los informes que tienen el gobierno son de que se trata de un golpe comunista de carácter internacional. El asesino era miembro activo de ese partido.
Así, francamente, con cursiva y audaz tartufería, se lavaba el gobierno las manos en presencia de las delegaciones pleniponteciarias de todos los países de América. Esas declaraciones las hizo telefónicamente el entonces secretario general de la presidencia, señor Rafael Azula Barrera, cuando de El Liberal se le preguntó a las dos y media de la tarde sobre los sucesos. En media hora habían alcanzado a hornear en Palacio la versión adecuada para quedar bien con los huéspedes y no darles tiempo a que averiguaran por qué desde meses atrás estaba declarado el estado de sitio en la atormentadas tierras de Santander…
Además, teníamos en casa a Mr. Marshall, y ninguna oportunidad mejor para impresionarlo decisivamente contra el partido liberal. De entonces data directamente la cruzada consevadora césaro – papista para identificar farisaicamente al liberalismo con el comunismo.
Sólo que Mr. Marshalll, menos sugestionable de lo que suponían aquí los miembros de la hegemonía efímera y funesta, cuando ya estuvo en Washington, tonificado por el enérgico aire de la primavera, pudo hacerse la reflexión íntima:
- Los conservadores me engañaron.
La pregunta que florecía en todos los labios, durante las dos primeras horas subsiguientes a la muerte de Jorge Eliécer Gaitán era:
- ¿Y cómo va a responder el gobierno del asesinato?
Pero, ¿cuál gobierno? Si el gobierno no es solamente una fórmula constitucional, una entelequia jurídica, un postulado institucional. El gobierno es esencialmente una relación humana indisoluble de gobernantes y gobernados con una correspondencia necesaria y constante de fines recíprocos, una alianza inevitable de la volunta general con los mandatarios. Es, parafraseando la inmortal definición que el Dante consignó en su De Monarchia sobre el Derecho, una proporción real entre la autoridad y los ciudadanos, que cuando se respeta, asegura el orden social, pero que violada lo corrompe y desquicia.
- ¿Y cómo va a responder el gobierno del asesinato?
Pero, ¿cuál gobierno? Si el gobierno no es solamente una fórmula constitucional, una entelequia jurídica, un postulado institucional. El gobierno es esencialmente una relación humana indisoluble de gobernantes y gobernados con una correspondencia necesaria y constante de fines recíprocos, una alianza inevitable de la volunta general con los mandatarios. Es, parafraseando la inmortal definición que el Dante consignó en su De Monarchia sobre el Derecho, una proporción real entre la autoridad y los ciudadanos, que cuando se respeta, asegura el orden social, pero que violada lo corrompe y desquicia.
El horroroso crimen fue como una colosal descarga energética que penetró la estructura molecular de la nacionalidad, y estuvo a punto de desintegrarla. Para fortuna de Colombia, todavía le quedaba como última barrera defensiva la envoltura protectora del átomo esencial de su destino, que no pudo vencer la irradiación disolvente del caos.
Por lo demás, el gobierno como forma humana, era una dispersión que el miedo físico de la mayoría de sus personajes había dejado precariamente reducido al jefe de Estado, uno o dos de sus ministros y su equipo de subalternos ministeriales. El ochenta por ciento del equipo de ese gabinete homogéneo y hegemónico de cuarenta días nefastos – 40 días que estremecieron a Colombia – yacía debajo de las mesas de la residencia de cada uno de los titulares. De uno de ellos se sabe, fuera de su vesánica ocurrencia de aconsejarle por control remoto al presidente que resignara su cetro en una junta militar, que durante su seguro refugio en el ministerio de guerra estuvo atacado de una reveladora y elocuente relajación intestinal incontenible.
Así culminaban treinta años de predicar la violencia entre los colombianos. ¡Con pávida diarrea!