EL PRESIDENCIALISMO CANIBAL
Por: Maria Luisa Rodríguez Peñaranda
Desde que el célebre libro del profesor Juan Linz “El quiebre de las democracias” analizara los peligros que el diseño y estructura del régimen presidencial acarrea, es bien sabido que las crisis de gobierno presidencial suelen ser caóticas y en ocasiones, un verdadero desafío para la democracia. Así mismo se conoce que el régimen permite el regateo de votos del ejecutivo al legislativo, debilitando a este último, y que los periodos fijos del presidente, cuando este es impopular, no ofrece salidas institucionales a la pérdida de confianza en el gobierno por los ciudadanos.
En Colombia ya desde 1910 un grupo político autodenominado “Unión Republicana” diagnosticó que para contrarrestar el autoritarismo que el régimen presidencial favorece, debía establecerse un fuerte control político en manos del Congreso. Pero como la historia reciente les enseñaba, luego de la dictadura de Reyes con apoyo del Congreso, que el legislativo resulta ser sumamente sensible a los coqueteos del presidente, tal control resultaba teóricamente útil y sumadamente limitado en la práctica. Por ello consideraron que además de la intervención del Congreso debían introducirse herramientas eficientes para que fuesen los ciudadanos quienes, vigilantes de la actuación estatal y con ayuda de una rama judicial fuerte e independiente, controlara los desenfrenos del presidente. De modo que el republicanismo de inicios del s. XX estimó que la justicia debía asumir funciones de control no solamente jurídico sino incluso político, dejando en sus manos nada menos que la defensa de la democracia.
Dentro de los controles al presidente la Unión Republicana planteó la necesidad de un estatuto de la oposición, pregonó el abandono del faccionismo y condenó el uso de la violencia con fines políticos, eliminó la reelección presidencial, y reinsertó uno de los instrumentos más incomprendidos por el constitucionalismo dominante, la acción pública de inconstitucionalidad. Entendida, ésta última, como una herramienta de defensa de la Constitución cuya titularidad debía recaer en los ciudadanos, facultándolos para impugnar las leyes y decretos con fuerza de ley por considerar que vulneran la Constitución.
El legado republicano de la no reelección presidencial, como sustrato de la idea ateniense de que la rotación en el poder tenía una doble funcionalidad, evitar el abuso y concentración de poder, así como, ampliar la posibilidad de acceso a los cargos públicos, fue mantenido sin cesación de continuidad desde 1910 y sostenido por la Constitución de 1991.
No obstante, con el arribo del Presidente Álvaro Uribe y su proyecto de “seguridad democrática” se aprobó la enmienda constitucional (Acto Legislativo 02 de 2004), posteriormente avalada por la Corte Constitucional (que reformó el art. 197 superior), levantando la prohibición y permitiendo la reelección presidencial por una sola vez.
Si bien aparentemente tal reforma constitucional no generaría por sí sola una modificación profunda del régimen, lo cierto es que debido a las alargadas competencias nominativas y regulativas del Presidente, y en especial, a su capacidad para influir en los órganos de control mediante la nominación de sus integrantes (la Junta Directiva del Banco de la República, la Corte Constitucional, el Procurador, el Fiscal), sin que se hubiese realizado un ajuste en los periodos de dichos cargos, colocó al Presidente en una situación de predominio y control del Estado desconocida en la historia reciente de Colombia. Esto desde lo institucional, a lo cual habría que sumar la actuación de los grupos armados de derechas y los servicios que amablemente prestaron a los partidos apiñados a Uribe, al hacerlos beneficiarios, implementando todo aquello que mediante la fuerza y el terror contribuya a manipular, modificar y en últimas exterminar el voto disidente, del “apoyo” popular.
A menos de dos años de implementada la reelección y de avance simultáneo del proceso de desmovilización del brazo armado del paramilitarismo, Colombia enfrenta una grave crisis, más que de gobierno, institucional.
Una crisis desatada por un cúmulo de eventos desafortunados, salidas fuera de tono y escándalos políticos como: 1) La deshonrosa situación que vive el Congreso con 60 de sus representantes vinculados con la parapolitica y 30 de ellos efectivamente capturados, la mayoría de ellos de la coalición de partidos uribistas, gracias a la cual las reformas legislativas y constitucionales fueron aprobadas sin el menor tropiezo; 2) La confesión de una congresista, ahora tras las rejas, por negociar según ella con el mismísimo Presidente su voto a favor de la reforma constitucional que permitiría la reelección presidencial a cambio de cargos políticos; 3) La tentativa de evasión de la justicia por parte del también Senador Mario Uribe, primo del presidente, quien al conocer la orden de captura que pesaba sobre él buscó asilarse en la embajada de Costa Rica, con el vergonzoso desenlace del carro blindado y los abucheos de las victimas mientras se dirigía a la Fiscalía. 4) La propuesta efímera pero diciente del gobierno de crear un nuevo tribunal que desplace a la Corte Suprema de Justicia y a su Sala Penal del proceso adelantado valientemente por ese tribunal para encauzar a los responsables políticos de la parapolítica. 5) Las demandas que el propio presidente presentara ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, de mayoría gobiernista, contra el expresidente de la Corte Suprema, César Julio Valencia, por la acusación de este último, de que el presidente lo llamó para preguntarle por el proceso contra su primo.
Sin duda, el entorno de denuncias mutuas, desconfianza entre antiguos amigos, fin de coaliciones (planteada por el Comisionado de paz al pedirle a todos los partidos uribistas que se autodisuelvan) ha sido generada por el artilugio más fortalecido por el Presidente Uribe para desarticular a la guerrilla, la delación y la promoción de una “red de informantes”. De hecho el malestar general en la política, y en los políticos, tiene como denominador común el miedo a que algún paramilitar los mencione dentro de las confesiones que en el marco de la Ley de justicia y paz se les exige para hacerse acreedores a la rebaja de pena. Todo ello en un entorno de capturas cotidianas, la certeza de que esto apenas comienza y que aún falta judicializar el apoyo a la “parapolitica” en la mayoría de departamentos, y un creciente rumor de que pronto empezaran a rodar cabezas de gremios, empresarios, militares y jueces.
Ahora bien, pese al nerviosismo que inunda el ambiente político, el presidente continúa exhibiendo un flamante 83% de popularidad mientras que el Congreso cayó 21 puntos, llegando a un 32% de aceptación popular. Al parecer, mientras que los colombianos no asuman que tal crisis compromete la estabilidad económica ni afecta su percepción de la seguridad ciudadana, la imagen del presidente se mantendrá intacta.
En cambio la debilidad del Congreso es evidente. Algunas de sus comisiones se encuentran sin el quórum suficiente para deliberar y las vacantes de los congresistas capturados son, con frecuencia, llenadas con candidatos que obtuvieron votaciones inferiores a las requeridas para integrar órganos locales, lo que además impide que aún teniendo la voluntad para adelantar una reforma política que les ayude a solventar la crisis, ello sea legítimo. Más allá de lo previsto, el presidencialismo actual ha sido capaz no sólo de deslegitimar al Congreso. Es más, lo ha devorado.
Ante este panorama, en las últimas semanas se han generado una serie de propuestas que buscan hallar una salida a la crisis: desde cerrar el Congreso, convocar nuevas elecciones, realizar una nueva reforma constitucional que refunde los partidos políticos y destierre la parapolitica, la renuncia del presidente, etc. Propuestas todas ellas traumáticas e inciertas, y en cualquier caso, no previstas por el régimen.
Destaca, dentro de este cúmulo de voces la de Humberto Sierra, actual presidente de la Corte Constitucional, magistrado que avaló la reelección presidencial y que en medio de silencios frente a qué opina sobre la segunda reelección del Presidente dejo entrever un callado lamento ¿por qué aprobamos la reelección?!!!”
En Colombia ya desde 1910 un grupo político autodenominado “Unión Republicana” diagnosticó que para contrarrestar el autoritarismo que el régimen presidencial favorece, debía establecerse un fuerte control político en manos del Congreso. Pero como la historia reciente les enseñaba, luego de la dictadura de Reyes con apoyo del Congreso, que el legislativo resulta ser sumamente sensible a los coqueteos del presidente, tal control resultaba teóricamente útil y sumadamente limitado en la práctica. Por ello consideraron que además de la intervención del Congreso debían introducirse herramientas eficientes para que fuesen los ciudadanos quienes, vigilantes de la actuación estatal y con ayuda de una rama judicial fuerte e independiente, controlara los desenfrenos del presidente. De modo que el republicanismo de inicios del s. XX estimó que la justicia debía asumir funciones de control no solamente jurídico sino incluso político, dejando en sus manos nada menos que la defensa de la democracia.
Dentro de los controles al presidente la Unión Republicana planteó la necesidad de un estatuto de la oposición, pregonó el abandono del faccionismo y condenó el uso de la violencia con fines políticos, eliminó la reelección presidencial, y reinsertó uno de los instrumentos más incomprendidos por el constitucionalismo dominante, la acción pública de inconstitucionalidad. Entendida, ésta última, como una herramienta de defensa de la Constitución cuya titularidad debía recaer en los ciudadanos, facultándolos para impugnar las leyes y decretos con fuerza de ley por considerar que vulneran la Constitución.
El legado republicano de la no reelección presidencial, como sustrato de la idea ateniense de que la rotación en el poder tenía una doble funcionalidad, evitar el abuso y concentración de poder, así como, ampliar la posibilidad de acceso a los cargos públicos, fue mantenido sin cesación de continuidad desde 1910 y sostenido por la Constitución de 1991.
No obstante, con el arribo del Presidente Álvaro Uribe y su proyecto de “seguridad democrática” se aprobó la enmienda constitucional (Acto Legislativo 02 de 2004), posteriormente avalada por la Corte Constitucional (que reformó el art. 197 superior), levantando la prohibición y permitiendo la reelección presidencial por una sola vez.
Si bien aparentemente tal reforma constitucional no generaría por sí sola una modificación profunda del régimen, lo cierto es que debido a las alargadas competencias nominativas y regulativas del Presidente, y en especial, a su capacidad para influir en los órganos de control mediante la nominación de sus integrantes (la Junta Directiva del Banco de la República, la Corte Constitucional, el Procurador, el Fiscal), sin que se hubiese realizado un ajuste en los periodos de dichos cargos, colocó al Presidente en una situación de predominio y control del Estado desconocida en la historia reciente de Colombia. Esto desde lo institucional, a lo cual habría que sumar la actuación de los grupos armados de derechas y los servicios que amablemente prestaron a los partidos apiñados a Uribe, al hacerlos beneficiarios, implementando todo aquello que mediante la fuerza y el terror contribuya a manipular, modificar y en últimas exterminar el voto disidente, del “apoyo” popular.
A menos de dos años de implementada la reelección y de avance simultáneo del proceso de desmovilización del brazo armado del paramilitarismo, Colombia enfrenta una grave crisis, más que de gobierno, institucional.
Una crisis desatada por un cúmulo de eventos desafortunados, salidas fuera de tono y escándalos políticos como: 1) La deshonrosa situación que vive el Congreso con 60 de sus representantes vinculados con la parapolitica y 30 de ellos efectivamente capturados, la mayoría de ellos de la coalición de partidos uribistas, gracias a la cual las reformas legislativas y constitucionales fueron aprobadas sin el menor tropiezo; 2) La confesión de una congresista, ahora tras las rejas, por negociar según ella con el mismísimo Presidente su voto a favor de la reforma constitucional que permitiría la reelección presidencial a cambio de cargos políticos; 3) La tentativa de evasión de la justicia por parte del también Senador Mario Uribe, primo del presidente, quien al conocer la orden de captura que pesaba sobre él buscó asilarse en la embajada de Costa Rica, con el vergonzoso desenlace del carro blindado y los abucheos de las victimas mientras se dirigía a la Fiscalía. 4) La propuesta efímera pero diciente del gobierno de crear un nuevo tribunal que desplace a la Corte Suprema de Justicia y a su Sala Penal del proceso adelantado valientemente por ese tribunal para encauzar a los responsables políticos de la parapolítica. 5) Las demandas que el propio presidente presentara ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, de mayoría gobiernista, contra el expresidente de la Corte Suprema, César Julio Valencia, por la acusación de este último, de que el presidente lo llamó para preguntarle por el proceso contra su primo.
Sin duda, el entorno de denuncias mutuas, desconfianza entre antiguos amigos, fin de coaliciones (planteada por el Comisionado de paz al pedirle a todos los partidos uribistas que se autodisuelvan) ha sido generada por el artilugio más fortalecido por el Presidente Uribe para desarticular a la guerrilla, la delación y la promoción de una “red de informantes”. De hecho el malestar general en la política, y en los políticos, tiene como denominador común el miedo a que algún paramilitar los mencione dentro de las confesiones que en el marco de la Ley de justicia y paz se les exige para hacerse acreedores a la rebaja de pena. Todo ello en un entorno de capturas cotidianas, la certeza de que esto apenas comienza y que aún falta judicializar el apoyo a la “parapolitica” en la mayoría de departamentos, y un creciente rumor de que pronto empezaran a rodar cabezas de gremios, empresarios, militares y jueces.
Ahora bien, pese al nerviosismo que inunda el ambiente político, el presidente continúa exhibiendo un flamante 83% de popularidad mientras que el Congreso cayó 21 puntos, llegando a un 32% de aceptación popular. Al parecer, mientras que los colombianos no asuman que tal crisis compromete la estabilidad económica ni afecta su percepción de la seguridad ciudadana, la imagen del presidente se mantendrá intacta.
En cambio la debilidad del Congreso es evidente. Algunas de sus comisiones se encuentran sin el quórum suficiente para deliberar y las vacantes de los congresistas capturados son, con frecuencia, llenadas con candidatos que obtuvieron votaciones inferiores a las requeridas para integrar órganos locales, lo que además impide que aún teniendo la voluntad para adelantar una reforma política que les ayude a solventar la crisis, ello sea legítimo. Más allá de lo previsto, el presidencialismo actual ha sido capaz no sólo de deslegitimar al Congreso. Es más, lo ha devorado.
Ante este panorama, en las últimas semanas se han generado una serie de propuestas que buscan hallar una salida a la crisis: desde cerrar el Congreso, convocar nuevas elecciones, realizar una nueva reforma constitucional que refunde los partidos políticos y destierre la parapolitica, la renuncia del presidente, etc. Propuestas todas ellas traumáticas e inciertas, y en cualquier caso, no previstas por el régimen.
Destaca, dentro de este cúmulo de voces la de Humberto Sierra, actual presidente de la Corte Constitucional, magistrado que avaló la reelección presidencial y que en medio de silencios frente a qué opina sobre la segunda reelección del Presidente dejo entrever un callado lamento ¿por qué aprobamos la reelección?!!!”