***
A las cinco de la tarde, sin previo acuerdo, reunidos por casualidad, nos encontramos entre varios centenares más de personas que no es posible identificar en el recuerdo. Adán Arriaga, Gerardo Molina, Jorge Zalamea, Gustavo Romero Hernández, Jairo de Bedout, cuántos más.
- Dónde está Echandía – inquirió Arriaga.
- Se dice que en Palacio.
- Llamésmolo para que no diga qué se debe hacer – prosiguió.
- De Palacio no contestan.
- Pero hay que hacer algo ya, para impedir que “esto” siga degenerando en peores cosas…
Teníamos nuestras mentes despejadas. Nos dábamos cabal cuenta de la necesidad de hacer “algo”.
- Hagamos algo – dijimos todos a la vez.
Pero, me preguntaba yo ¿se puede hacer “algo” con el pueblo de Bogotá? A aquella hora temprana – apenas cuatro horas después de la caída trágica del mártir – la indefinible y perturbada masa informe que pululaba ebria las calles, era la más desoladora negación de un pueblo. Aquello era la materia más impropicia, más inútil, para hacer algo concreto. Había desaparecido el líder. Había desaparecido el pueblo. El caos en Bogotá imponía todo su imperio.
***
Estuvimos conformes en que la pasividad ante aquel monstruoso desorden, tampoco era algo aconsejable. Convenimos en que si por medio de la radio era inoficioso y estéril tratar de reorganizar al pueblo bogotano, por lo menos sería benéficioso para el movimiento que en otros lugares del país puediera estarse desarrollando difundir la impresión de que aquí al fin se había logrado un principio de organización.
Y fue así como nos dirigimos a las oficinas de Últimas Noticias, radioperiódico de propiedad de Rómula Guzmán. Allí nos confundimos con el medio millar de personas que se apretujaban en las escaleras, en los corredores, en los distintos salones, en la cámara de transmisión donde estaban instalados los micrófonos. Cincuenta agentes de la policía, con sus respectivos fusiles y proyectiles, alternaban cordialmente con los presentes. Tres o cuatro oficiales del mismo cuerpo trataban de ponerse en conexión con civiles de prestancia, para preparar cualquier plan que permitiera frenar el irrefrenable desbordamiento alcohólico que inundaba las calles.
Y así, cuando mediaban las siete de la noche, Adán Arriaga, Jorge Zalamea, Gerardo Molina, Carlos Restrepo Piedrahita y diez más cuyos nombres no delato por si les preocupa que la reacción los tilde de radioamotinados y les cargue los incendios y saqueos, como si no fuera verdad que los que nos propusimos fue enfrentarnos al vandalaje y a la criminalidad común, nos encerramos en una de las salas del edificio del radioperiódico, a prospectar “algo”.
- Lo ideal sería que pudiéramos tomar contacto, en cualquier forma, directa o indirectamente, con Echandía para que él diga qué debe hacerse – sugirió Arriaga.
Aceptado que ese deseo de todos no era posible satisfacerlo en un término más o menos breve, como lo exigían las circunstancias, dijo entonces Molina:
- Construyámonos en Junta Revolucionaria.
¡Eureka!
- ¡Sí, dijimos, Junta Revolucionaria…!
- Y que Rómulo Guzmán le entregue la dirección del radioperiódico a la Junta, para que sólo ella lo utilice como vía de información asegurando el control de las transmisiones, agregué yo.
Rómulo aceptó sin vacilación y a cambio lo incluímos en la nómina de la Junta…
Así, decidimos ya por una fórmula – apenas una fórmula … - se nos salió a la piel nuestra condición de abogados. Casi todos lo éramos. Y empezaron las distinciones sutiles.
- No. “Junta Revolucionaria” no concretamente. Llamémosla “Comitê Ejecutivo de la Junta Revolucionaria de Gobierno, con lo cual damos a entender que encima de nosotros no hay autoridad superior, de cuyas órdenes somos apenas ejecutores… y a trabajar.
- Bueno, “Comité Ejecutivo”
¿Y la nómina? Primero decidimos que de quince. Pero tantas manos en un plato… Se insinuó seguidamente que tres. Pero aquello no era “democrático”. ¿Sería mejor de siete? Al final quedamos cinco… ¡Los cinco conocidos de autos!
Y vinieron los “decretos”
Que quienes después nos calumniaron con refinada ferocidad de deslenguados, que quienes de buena gana hubieran asistido a nuestro fusilamiento o al pronunciamiento de una sentencia condenatoria a cadena perpetua, nos perdonen misericordiosamente porque como “revolucionarios” delincuentes, solamente nos propusimos:
Restaurar el orden público en Bogotá
Impedir la continuación de la anarquía
Ejercer alguna forma de autoridad, en ausencia de toda otra autoridad legítimamente constituida.
Y fue así como, de puño y letra de quien hace este relato de aniversario, y por orden del “Comité Ejecutivo” de la Junta Revolucionaria de Gobierno de Bogotá, el primer “decreto” que se promulgó y se difundió persistentemente, mientras pudimos disponer de micrófono y de la línea, decía en su parte resolutiva:
“Todo individuo a quien se sorprenda saqueando o incendiando, será aprehendido por las autoridades de la Junta Revolucionaria y mañana será juzgado sin consideraciones por los Tribunales Militares”.
Y la segunda “orden” que se le impartió a las fuerzas de policía (como si todavía existiera esa “fuerza”) fue:
“Organizar el patrullaje de la ciudad para guardar el orden en nombre de la Junta Revolucionaria”.
A las ocho de la noche fuimos advertidos de que nuestra transmisión había cesado. La línea había sido desconectada en los transmisores. Dos horas duró el “Comité Ejecutivo, porque la Junta Revolucionaria no había existido…
Afuera se atormentaba la ciudad en llamas. La noche era perforada por las ráfagas de la metralla, estremecida por las vociferaciones de los beodos, espantada por el tumulto de los saqueadores. Era una noche y una ciudad dantescas.
Llovía tenazmente. Largos trayectos de calles, estaban sumidos en un oscuridad preñada de los más siniestros presagios.
Ya nadie se acordaba del asesinato de Gaitán. Ya no había con quién ni cómo “tumbar” al gobierno, como lo proclamaba a las dos de la tarde el obrero que al pasar al frente a Bavaria nos interceptó el paso…
Salimos como sombras entre un tropel de sombras.
El aguacero abofeteó nuestros rostros de “revolucionarios”interinos. Un relámpago nos propinó su espaldarazo de luz trágica. Disparaban no se sabía de dónde. Bien pudimos haber caído anónimamente acribillados, como cayeron los demás.
Doce horas después, por la Radio Nacional, se multiplicaba la consigan vehemente de que nos capturaran vivos o muertos a los de la “Junta Revolucionaria”, para cobrarnos a buen precio los incendios, las depredaciones y los asesinatos. Oscuros sicarios de la policía de seguridad nos acechaban a la entrada de nuestros hogares, para satisfacer la existencia de los locutores oficiales. En subsidio, tarde o temprano seríamos tratados como delincuentes ¡Kerensky había ganado la partida!
CARLOS RESTREPO PIEDRAHITA
A las cinco de la tarde, sin previo acuerdo, reunidos por casualidad, nos encontramos entre varios centenares más de personas que no es posible identificar en el recuerdo. Adán Arriaga, Gerardo Molina, Jorge Zalamea, Gustavo Romero Hernández, Jairo de Bedout, cuántos más.
- Dónde está Echandía – inquirió Arriaga.
- Se dice que en Palacio.
- Llamésmolo para que no diga qué se debe hacer – prosiguió.
- De Palacio no contestan.
- Pero hay que hacer algo ya, para impedir que “esto” siga degenerando en peores cosas…
Teníamos nuestras mentes despejadas. Nos dábamos cabal cuenta de la necesidad de hacer “algo”.
- Hagamos algo – dijimos todos a la vez.
Pero, me preguntaba yo ¿se puede hacer “algo” con el pueblo de Bogotá? A aquella hora temprana – apenas cuatro horas después de la caída trágica del mártir – la indefinible y perturbada masa informe que pululaba ebria las calles, era la más desoladora negación de un pueblo. Aquello era la materia más impropicia, más inútil, para hacer algo concreto. Había desaparecido el líder. Había desaparecido el pueblo. El caos en Bogotá imponía todo su imperio.
***
Estuvimos conformes en que la pasividad ante aquel monstruoso desorden, tampoco era algo aconsejable. Convenimos en que si por medio de la radio era inoficioso y estéril tratar de reorganizar al pueblo bogotano, por lo menos sería benéficioso para el movimiento que en otros lugares del país puediera estarse desarrollando difundir la impresión de que aquí al fin se había logrado un principio de organización.
Y fue así como nos dirigimos a las oficinas de Últimas Noticias, radioperiódico de propiedad de Rómula Guzmán. Allí nos confundimos con el medio millar de personas que se apretujaban en las escaleras, en los corredores, en los distintos salones, en la cámara de transmisión donde estaban instalados los micrófonos. Cincuenta agentes de la policía, con sus respectivos fusiles y proyectiles, alternaban cordialmente con los presentes. Tres o cuatro oficiales del mismo cuerpo trataban de ponerse en conexión con civiles de prestancia, para preparar cualquier plan que permitiera frenar el irrefrenable desbordamiento alcohólico que inundaba las calles.
Y así, cuando mediaban las siete de la noche, Adán Arriaga, Jorge Zalamea, Gerardo Molina, Carlos Restrepo Piedrahita y diez más cuyos nombres no delato por si les preocupa que la reacción los tilde de radioamotinados y les cargue los incendios y saqueos, como si no fuera verdad que los que nos propusimos fue enfrentarnos al vandalaje y a la criminalidad común, nos encerramos en una de las salas del edificio del radioperiódico, a prospectar “algo”.
- Lo ideal sería que pudiéramos tomar contacto, en cualquier forma, directa o indirectamente, con Echandía para que él diga qué debe hacerse – sugirió Arriaga.
Aceptado que ese deseo de todos no era posible satisfacerlo en un término más o menos breve, como lo exigían las circunstancias, dijo entonces Molina:
- Construyámonos en Junta Revolucionaria.
¡Eureka!
- ¡Sí, dijimos, Junta Revolucionaria…!
- Y que Rómulo Guzmán le entregue la dirección del radioperiódico a la Junta, para que sólo ella lo utilice como vía de información asegurando el control de las transmisiones, agregué yo.
Rómulo aceptó sin vacilación y a cambio lo incluímos en la nómina de la Junta…
Así, decidimos ya por una fórmula – apenas una fórmula … - se nos salió a la piel nuestra condición de abogados. Casi todos lo éramos. Y empezaron las distinciones sutiles.
- No. “Junta Revolucionaria” no concretamente. Llamémosla “Comitê Ejecutivo de la Junta Revolucionaria de Gobierno, con lo cual damos a entender que encima de nosotros no hay autoridad superior, de cuyas órdenes somos apenas ejecutores… y a trabajar.
- Bueno, “Comité Ejecutivo”
¿Y la nómina? Primero decidimos que de quince. Pero tantas manos en un plato… Se insinuó seguidamente que tres. Pero aquello no era “democrático”. ¿Sería mejor de siete? Al final quedamos cinco… ¡Los cinco conocidos de autos!
Y vinieron los “decretos”
Que quienes después nos calumniaron con refinada ferocidad de deslenguados, que quienes de buena gana hubieran asistido a nuestro fusilamiento o al pronunciamiento de una sentencia condenatoria a cadena perpetua, nos perdonen misericordiosamente porque como “revolucionarios” delincuentes, solamente nos propusimos:
Restaurar el orden público en Bogotá
Impedir la continuación de la anarquía
Ejercer alguna forma de autoridad, en ausencia de toda otra autoridad legítimamente constituida.
Y fue así como, de puño y letra de quien hace este relato de aniversario, y por orden del “Comité Ejecutivo” de la Junta Revolucionaria de Gobierno de Bogotá, el primer “decreto” que se promulgó y se difundió persistentemente, mientras pudimos disponer de micrófono y de la línea, decía en su parte resolutiva:
“Todo individuo a quien se sorprenda saqueando o incendiando, será aprehendido por las autoridades de la Junta Revolucionaria y mañana será juzgado sin consideraciones por los Tribunales Militares”.
Y la segunda “orden” que se le impartió a las fuerzas de policía (como si todavía existiera esa “fuerza”) fue:
“Organizar el patrullaje de la ciudad para guardar el orden en nombre de la Junta Revolucionaria”.
A las ocho de la noche fuimos advertidos de que nuestra transmisión había cesado. La línea había sido desconectada en los transmisores. Dos horas duró el “Comité Ejecutivo, porque la Junta Revolucionaria no había existido…
Afuera se atormentaba la ciudad en llamas. La noche era perforada por las ráfagas de la metralla, estremecida por las vociferaciones de los beodos, espantada por el tumulto de los saqueadores. Era una noche y una ciudad dantescas.
Llovía tenazmente. Largos trayectos de calles, estaban sumidos en un oscuridad preñada de los más siniestros presagios.
Ya nadie se acordaba del asesinato de Gaitán. Ya no había con quién ni cómo “tumbar” al gobierno, como lo proclamaba a las dos de la tarde el obrero que al pasar al frente a Bavaria nos interceptó el paso…
Salimos como sombras entre un tropel de sombras.
El aguacero abofeteó nuestros rostros de “revolucionarios”interinos. Un relámpago nos propinó su espaldarazo de luz trágica. Disparaban no se sabía de dónde. Bien pudimos haber caído anónimamente acribillados, como cayeron los demás.
Doce horas después, por la Radio Nacional, se multiplicaba la consigan vehemente de que nos capturaran vivos o muertos a los de la “Junta Revolucionaria”, para cobrarnos a buen precio los incendios, las depredaciones y los asesinatos. Oscuros sicarios de la policía de seguridad nos acechaban a la entrada de nuestros hogares, para satisfacer la existencia de los locutores oficiales. En subsidio, tarde o temprano seríamos tratados como delincuentes ¡Kerensky había ganado la partida!
CARLOS RESTREPO PIEDRAHITA